Mario no recordaba cuando había
sido la última ocasión que alguien le había preguntado su nombre. Aunque mucha
gente pasaba junto a él, nadie se detenía para hablarle.
Aquel hombre blanco, parado
frente a él y preguntándole como se llamaba, aumentó el temblor con el que
había vivido desde. . . ¿Cuándo había comenzado a temblar? Tampoco pudo
recordarlo. Tal vez había sido aquella noche cuando su cuerpo se agitaba tanto
que pensó que el frío había arreciado. Cada vez que se decía: – ¡Ahora si ya me
acostumbré al frío! –, parecía aumentar hasta hacerle doler los huesos.
Aunque Mario no se ocupaba mucho
del ir y venir de las estaciones, el invierno siempre le resultaba la más
difícil de sobrevivir o. . . ¿No sería más bien la primavera, cuando ésta lo
hacía invisible a la humanidad?
Era difícil decidir cuál estación
era peor. Durante el invierno, la gente parecía entibiarse en compasión o al
menos sentían la suficiente como para mirarlo aunque. . . ¡nunca a los ojos!
Comida y cobijas eran los regalos más frecuentes durante la temporada pero,
nunca, nunca recibía un abrazo, ¡ni siquiera un apretón de manos!
En el fondo, Mario sabía por qué.
Se veía tan sucio que hasta llegó a pensar que terminaría luciendo como un
árbol viejo, todo cubierto por una piel rugosa y. . . ¡el olor!, ese aroma a
podrido que él, ahora, empezaba a dejar de percibir. Pero tomar un baño no era
para él. Eso era sólo para aquellos con un hogar, lugares limpios y bonitos
donde se reunían con la familia y, esa historia, nada tenía que ver con la
suya. No, los hogares no eran para gente como él, un “chico de la calle”, algo
que él era y había sido siempre.
La calle es el nombre de su hogar
y, a esas alturas, ya no pueden seguir llamándolo “chico”, ya no. Aunque nunca
ha sabido su edad, tenía suficientes años como para empezar a perder los
dientes y sentir su piel secándose como el pasto de los camellones.
Si, para él, incluso con su aire
tibio, la primavera era la estación más fría. Para entonces, las emociones
invernales de la gente ya se habían enfriado y ya no recibía ni comida ni
cobijas, sólo rostros helados de quienes se volteaba cuando él, el indigente, se
cruzaba en su camino.
Pero Mario aún recordaba cuando,
aquella primavera, su corazón tembló en su pecho. Esa primavera se tornó
diferente pues había experimentado el toque de una mano fresca y limpia al
sujetar la suya y, cuando sintió el amigable apretón, por fin logró detener el
temblor de su mano para estrechar la de aquel hombre blanco.
Aquel extraño visitante lo miraba
directo a los ojos y le hacía preguntas. Entonces ese desconocido notó el
temblor de su cuerpo y le puso un nombre muy extraño. ¡Así que no era el frío!,
pensó, ni tampoco el efecto de sus frecuentes “viajes” mientras estaba drogado.
Ese temblor tenía su propio nombre y el visitante había venido para verlo y, lo
más extraño, parecía importarle.
Aunque las visitas del hombre
blanco nunca eran anunciadas, a Mario le gustaba pensar que, él y sus amigos,
vendrían para hablarle. Pero, esa mañana, no se trató sólo de platicar. La noche
antes a la visita, Mario había vivido una pesadilla y sólo pensaba en que
necesitaba ayuda.
La tortura había iniciado cuando
aquellos hombres, buscando divertirse, pensaron que Mario era el candidato
ideal: Flaco como perro callejero, tembloroso y de mirada perdida. ¡El típico
indigente! y blanco perfecto para sus juegos perversos. A nadie le importaría
si algo le pasaba, así que comenzaron a golpearon, mofándose de él mientras le
propinaban la paliza.
¡Miedo, el más puro miedo se
añadió al frío de su impotencia! Le dolía la cabeza y la sangre le cubría el
rostro cegándolo hasta que un oscuro agujero se lo tragó. ¿Estaba en el infierno
o sólo estaba tirado en algún agujero de lombriz y esperando a que su cuerpo se
desintegrara sin que nadie lo notara?
Aquella gente a la que él llamaba
“familia”, otras almas callejeras como él, lo habían rescatado de las garras de
aquellos malvados para hacer lo que mejor sabían: Mendigar. Por más de cuatro
horas, rogaron al personal de los hospitales que se hicieran cargo de curar a
su amigo, sólo para escuchar un no tras otro. Pero los “compañeros” están para
intentarlo de nuevo, así que buscaron hasta encontrar quien detuviera el
sangrado de su cabeza. Finalmente,
Mario dejó de temblar de miedo. ¡Había sobrevivido!
Al día siguiente, la mañana
comenzó sin comida y sin drogas para aliviar el dolor. Y el hombre blanco y sus
amigos llegaron a su guarida bajo el puente de la vía rápida.
-Ha estado preguntado por ti –, le anunció alguien del grupo,
al visitante.
Ante tantas preguntas, Mario intentó
responder con movimientos de cabeza. ¡No andaba en el viaje!, pero el dolor bajo
los vendajes le hacía tan difícil contestar. ¡Qué importaba el dolor! Ellos
habían llegado para ayudarlo. Le estrecharon la mano y pudo ver la preocupación
en sus ojos o, ¿sería sólo su necesidad de sentir que a alguien le importaba?
Al ver a sus visitantes alejarse,
Mario tuvo miedo de que no volvieran. -¿Los espero aquí? –, preguntó. – Espera
aquí, Mario, volvemos en un momento –respondieron y se quedó, temblando y sin
quitarles la vista de encima mientras ellos cruzaban la calle, como si así pudiera
retener a sus amigos.
Pronto volvieron con cajas de
medicinas, agua e instrucciones que él no pudo comprender. Pero, ¿para qué
preocuparse? El jefe del refugio estaba escuchando atento y tratando de seguir
las instrucciones para medicarlo.
Entonces, la pregunta llegó y Mario escuchó, tratando de
aquietar su mente para seguir lo que el misionero hablaba:
-¿Crees que estuviste en riesgo de morir anoche, Mario?
El muchacho asintió. El dolor al sentir aquellos zapatos pateando
su cabeza vino a su memoria.
-¿Qué crees que hubiera ocurrido si hubieras muerto ayer, mi
amigo?
Su rostro palideció y parecía que su corazón bombeaba con
fuerza en su cabeza, debajo de las telas.
-No sé dónde estaría ahora –, respondió, casi en secreto.
-No estarías en el Cielo y, créeme, el infierno es un lugar
muy real, amigo.
La mirada de Mario se quedó fija como buscando en su memoria
el peor evento de su vida y así comprender lo que significaba el infierno.
Todos los habitantes del refugio
rodearon a Mario. Algunos de sus compañeros seguían la conversación mientras,
oraciones silenciosas, surgían de la mente del grupo de creyentes que
acompañaban al misionero.
-¿Te das cuenta que podrías estar
muerto, Mario? ¿Es al infierno adonde quieres ir? –preguntó, el misionero, pronunciando las
palabras con lentitud para que entraran en la conciencia de aquel hombre herido
– ¿O es en el Cielo donde quieres estar por una eternidad, con tu Padre
celestial?
-¡No quiero ir al infierno, no
quiero! – dijo Mario.
- Hoy estás vivo, Mario, pero no
sabes si así será el día de mañana. ¿Quieres asegurarte un lugar en el Cielo?
Porque hay una forma de hacerlo. Necesitas confesar tus pecados y arrepentirte
de ellos. Dios dice que si te arrepientes y aceptas a Jesucristo, Su Hijo, como
tu Señor y Salvador, tú pasarás la eternidad con Él en el cielo. ¿Quieres
aceptar a Jesús, hoy, Mario?
El amigo de Mario, un nuevo creyente,
pasó su brazo sobre los hombres de Mario. Él había orado, no hacía mucho
tiempo, y miraba al herido con ansiedad. Tal vez no había comprendido todo el
significado de aquello pero, algo tenía claro: No iría a parar al infierno
cuando muriera sino que se iría directo al Cielo con Dios y Jesucristo.
Palabra por palabra, el misionero
guio al tembloroso Mario en su primera oración, mientras cabezas inclinadas lo
acompañaban, calladamente, con sus propias oraciones. Lágrimas corrían por
muchas mejillas mientras pedían a Dios que recibiera a aquel nuevo hermano en
Su familia.
Abrazos y acciones de gracias se intercambiaron cuando la
decisión fue pronunciada.
-Trata de leer tu Biblia, Mario y
pasa tiempo con tu amigo. Él puede leértela y hablarte de su mensaje –recomendó
el misionero. El muchacho de la calle, ahora salvo, sonrió. La familia de Dios
se estremeció. Habían cumplido con la tarea encomendada y Dios era glorificado
en el Cielo y en la Tierra.
Era tiempo de partir y muchas
preguntas se agolparon en la mente de aquellos que acompañaban al grupo por
primera vez.
¿Qué ocurriría ahora? Después de
eso, ¿qué? ¿Vería un milagro en la vida de Mario? ¿Se detendría su enfermedad,
dejaría las calles y se libraría de las drogas?
La paz llegó a su mente cuando,
con una respuesta simple y clara, comprendieron que el verdadero milagro ya
había ocurrido. Mario viviría en el Cielo por una eternidad pues, ese día,
había sido salvado por Cristo.
Basado en una historia real de Salvación. “Búsqueda sin
Cesar” (“A Relentless Pursuit Ministry”).