(La historia de Mariana, residente de DAYA, como ella me la contó).
Escucho hablar de libertad y, según lo que yo he conocido, eso no
existe ni ha existido en mi vida. Aunque, una mañana, creí que la decisión que
tomaba en aquella azotea me haría libre pero. . .sólo fue el comienzo de una
nueva esclavitud.
Desde que nací, y hasta los casi 10 años, nunca pude decidir ni
siquiera lo que habría de comer pero, con tanta hambre, ¿acaso importa lo que te
llega en el plato, una vez al día?
Todo cambió cuando aquel hombre llegó y
ocupó un lugar en casa, junto a mi madre. Entonces comencé a buscar la forma de
hacerme invisible y huir de su presencia, sin tener problemas. Mi voz se volvió
muda a oídos de mi madre y, ante ella, él se volvió dueño se la verdad.
No tenía caso intentar hablarle a mi madre de la persecución que vivía para librarme de las manos de aquel hombre. Así que me quedé atrapada en mi
propia casa y esclava del miedo de que su lujuria me alcanzara. Pero, con una
madre que siempre está trabajando y viviendo en una casa de dos cuartos, mi
perseguidor me alcanzó y entonces supe que debía huir.
Con un cuerpo de 12 años, sólo pude atraer la atención de alguien tan
joven como yo y, por un techo y la posibilidad de poner distancia entre mi
abusador y yo, mudé mi destino al cuarto de un edificio abandonado, viejo y mal
oliente.
Aunque me libré de la esclavitud del miedo a mi padrastro, una nueva
persecución amaneció junto a mí: Los arranques violentos de mi compañero
drogadicto de 15 años. Entonces, mezcladas con sus caricias nocturnas,
aparecieron las golpizas que me dejaban abandonada por días en aquel cuarto
húmedo y oscuro. ¿Cómo había caído en esa nueva prisión, aún más solitaria que
la anterior?
No puedo decir que añoraba volver a casa, pues no había ahí nadie para
protegerme y no lograba imaginar algún lugar para refugiarme. Mis opciones, al
igual que el buen trato de mi pareja, comenzaron a agotarse y llegaron a su fin
aquel día en que pensé que había encontrado la puerta a la libertad.
Tras muchos días de sobrevivir sola entre los muros del cuarto
semivacío, lleno de enojo apareció mi compañero y dispuesto a repetir los
golpes, aún antes de que mi cuerpo se recuperara de su última paliza. Fue
entonces que decidí correr para librarme del dolor.
Corrí y trepé por las escaleras, con aquel muchacho furioso a mis
espaldas. El miedo me hizo recorrer los cuatro pisos hasta la azotea en casi
unos instantes y, no habiendo más escalones que escalar, me encontré con la
barda, que apenas me llegaba a la cintura, como único obstáculo entre mi libertad y yo.
El viento a mis espaldas me trajo el sonido de los pasos presurosos de
mi nuevo depredador y, casi como tomando mi mano, el soplo del aire me animó a
escapar con él, asegurándome que el miedo que me había esclavizado no podría
volver a alcanzarme.
Subí a la barda. El vacío profundo de cinco pisos atizó mis temores
pero, al compararlo con el pánico que creció en mi corazón, al escuchar el
golpe de los zapatos del golpeador acercándose, supe que librarme de vivir era
mi mejor opción. Entonces. . . salté.
* * * * *
Las voces a mí alrededor se mezclaban con el zumbido en mi cabeza. Mis
pies parecían dos rocas pesadas y no pude levantarlas. Intentaba despertar
cuando un rostro frente a mí me alertó, como el retumbar de una campana de
catedral junto a la oreja. ¡Era mi padrastro! ¿Cómo me había seguido hasta la muerte?
-Debías haber pensado en la criatura, escuincla. ¿Qué no pensaste en tu
hijo al hacer tu babosada? – dijo, con su inconfundible hablar, arrastrando la
lengua.
-Si yo no tengo hijos – respondí mientras alargaba la mano para tratar
de tocar mi pierna. Descubrí que no eran rocas sino botas de yeso lo que las
sujetaba. ¡El salto al vacío las habría quebrado!
-Pues sí que lo tienes y más vale que ahora pienses en él. Ya verás
que te enderezas ahora que seas mamá.
¿Mamá? ¿Voy a ser mamá? ¡Si sólo tengo 13 años! ¿Y qué voy a hacer con
un hijo sin papá?, pensé y no supe si todo el cuerpo me dolía por la caída o
por escuchar que ahora, mi nueva prisión, se llamaría maternidad.
PREFACIO:
Después de volver a casa de su madre, Mariana dio a luz a su hija al
cumplir los 13 años. Durante los meses
de su embarazo, vivió la duda sobre si la paternidad de su hija correspondía a
su padrastro o a su compañero. Esa misma duda asaltó a su madre quien, por el
celo contra su hija, la echó a la calle junto con la recién nacida.
Las calles fueron el hogar para Mariana y su pequeña hasta que, una
amiga que las visitaba, le habló de la posibilidad de tener un hogar y
protección para las dos. Tras meses de escuchar a aquella mujer (la trabajadora social de DAYA), que la quería
convencer de que existía un futuro bueno esperándola, la niña madre decidió
tomar el riesgo e ingresó a la casa DAR Y AMAR (DAYA).
Poco después, cuando se adaptó a la vida entre las otras niñas madres,
volvió a la escuela y aprendió a cuidar de su pequeña. Ahí recibió ayuda
psicológica y psiquiátrica, además de techo y sustento.
Algunas noches, las pesadillas la hacían despertar a media noche. Los
asaltos de su padrastro, los golpes de su pareja, la caída al vacío, el dolor
de sus pies y los recuerdos de su cuerpo gritando por el dolor, al sentir que
un pequeño cuerpo se abría paso por sus entrañas de niña, aún la hacían
temblar. ¿Recuerdos de la infancia? Pocos. Si acaso algunos juegos con sus
hermanos y un plato de sopa caliente cada día.
Mariana dejó casa DAYA estando casi por cumplir los 17 años, con estudios
de secundaria, un empleo y muchas de sus heridas sanadas.
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